Qué bien le vino a la
ciudad Camelia (50 e/ 10 y 11), ese lugarcito de tés y panecillos donde uno
puede comer en un ambiente luminoso, decorado con mano artesana y creativa;
donde tazas, platos y teteras son de los más diversos colores y estilos y hacen sentir especial cada almuerzo o merienda.
La carta ofrece tortas, alfajorcitos, arrollados o sándwiches, hechos a “escala
humana” (por opocición a industrial) y nunca son los mismos, por más de que lleven el mismo nombre. La
cocina a la vista juega un papel esencial: podemos ver a lxs cocinerxs sonreir,
transpirar y preocuparse; nos gusta.
En sus comienzos, Camelia no
tenía carta, las mozas trataban de memorizar lo que había y muchas veces
la mejor forma de saber qué comer era acercarce al mostrador a ojear la
variedad de recetas recién horneadas; ahora, con carta de tés y de comida, la
cosa no ha variado tanto, porque finalmente uno termina preguntando de qué se
trata cada té o exquisitez del día. Sí, a Pipí-Lulú
le encanta abrir la puerta de Camelia y dejarse llevar por el aroma a recién
horneado, a cardamomo, menta o canela. Así que le pedimos a la gente de
Camelia: crezcan, progresen, pero nunca jamás se reiteren,
porque la creatividad de sus detalles y recetas es lo que nos invita a volver.
Y como Pipí-Lulú cree que siempre se puede mejorar, avisa a las abuelas y
a lxs chicatxs que deben llevar las gafas en la cartera, porque el tamaño de la
letra de la carta es sólo apto para vistas de lince. Y para los poco dulceros, alertamos que a veces los licuados y limonadas se exceden en dulzor (aunque los mozxs han
sabido muy atentamente resolver el problema). Por último, debemos aclarar, que
si algún día están apurados y tienen 10 minutos para pedir algo y salir
corriendo, pueden llegar a sentirse como Alan Rickman en la película Love Actually comprando un regalo para
su amante:
Camelia no es para estar
apurado, es un lugar para ir con amigxs, la madre, la tía o la abuela y
disfrutar, solos o acompañados, de una mañanita o tarde platense.